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La Enfermedad de Graves o cómo encender un foco Parte II: Testimonio

Por: Yolanda de la Torre



Para ir a la primera parte de este texto da click aquí


Una mañana me sorprendieron novedosos efectos especiales. Cuando me encontraba frente a la computadora de pronto noté aureolas blancas alrededor de las letras en la pantalla y sentí que me mareaba. Miré mi entorno: también había aureolas alrededor de las pantallas de papel de China de los focos. Las aureolas blancas suelen preceder a las cefaleas, así que me retiré cautelosamente de la computadora y fui a acostarme en espera de un dolor horrible; cerré las cortinas y encendí la televisión. Terminé viendo Los otros, y muy cerca de las escenas finales (spoiler alert!), cuando los sirvientes regresan a la casa para darle a Nicole Kidman la pésima noticia de que ella y sus hijos son fantasmas, en ese preciso momento, sobre la cabeza de la atribulada Kidman y los otros personajes aparecieron unas aureolas color azul y oro que se mantuvieron unos segundos sobre ellos como si alguien los hubiera santificado con LSD.



En lugar de preocuparme pensé Qué hermoso. Sólo horas después se me ocurrió que aquello podía ser señal de que algo en mi cerebro no estaba en orden. A partir de aquel primer deslumbramiento comencé a ver rayas azules y amarillas en los bordes de todo: las personas, los objetos, mis mascotas. Me di cuenta al mirar un póster blanco con una enorme letra A negra que estaba pegado en la puerta de mi cuarto: si giraba la cabeza hacia la derecha, veía una línea azul en lado izquierdo de la A; si la giraba hacia la izquierda, aparecía una línea oro en el lado derecho. Lo mismo ocurría donde quiera que yo posaba la vista. Sorprendente.



Más tarde le llamé a un neuropsiquiatra. Me dijo que fuera al oftalmólogo. Acudí al Conde de la Valenciana, donde era cliente a causa de los daños oculares que me provocó Graves. No hallaron motivo para anduviera con semejantes visiones y me remitieron a Nutrición, donde tras un examen fui reenviada a Neurología, al área de otoneurología. Entre el día que solicité el servicio y los largos meses que pasaron para que me atendieran mi existencia se volvió un agudo viaje lisérgico: los colores vivos fosforecían, brutales, brillantísimos, y en las superficies con ciertas texturas, como las losetas con puntos y manchas o el tirol, miraba francas alucinaciones: las vetas de la madera, por ejemplo, se contraían y estiraban, danzantes, y los puntitos en el piso se movían de un lado al otro. Es un fenómeno que aún se repite cuando estoy bajo estrés y, con mucho, el único que disfruto. Los doctores me informaron, tiempo después, que eran ilusiones visuales. A mí me encantaba poder decir que veía ilusiones.



A ello se sumó el vértigo, la sensación de que el piso estaba en movimiento todo el tiempo. Los primeros días era tan fuerte que sentía oscilar la cama de un lado hacía el otro, tempestuosa, y caminar por mi casa o bajar las escaleras del edificio era un reto. Si salía a la calle tenía que agarrarme de las paredes. El ruido lo empeoraba. Llevaba meses hiperacúsica, tan sensible al ruido que oía caer alfileres. Que alguien hablara por teléfono cerca de mí me producía ganas de arrancarle el celular, pisotearlo y devolverlo a su dueño.



Cuando llegué a Neurología a la cita con la otoneuróloga había pasado casi un año dentro de un ataque de vértigo y con pensamientos oscuros. Ella me informó que mis oídos estaban dañados y no había nada que hacer al respecto. Me indicó que sacara cita en el departamento de Neuro-oftalmología. Nunca lo hice por falta de dinero.



Mi neuropsiquiatra y los médicos de Nutrición tampoco pudieron llegar más lejos: consumida por la enfermedad de Graves, llena de efectos especiales, incapaz de ganarme la vida a pesar de la ayuda de familia y amigos y en medio del peor episodio de depresión mayor de mi vida, un día simplemente me dejé caer. El estado de mi casa era vergonzoso: había arena de gato y basura por todas las habitaciones, especialmente en la regadera del baño. Del refrigerador salía un olor a muerto. Había dormido entre sábanas sucias durante meses y tampoco me había lavado más que el pelo, los brazos y la cara. Apenas me levantaba de la cama para medio alimentarme. Mi único régimen era a base de mota. Y así pasó otro año.


Ilustración por Miles Johnston

Para septiembre del 2015 supe que si seguía así me iba a morir; en cierto modo ya había comenzado a hacerlo: casi no comía, pasaba el día durmiendo y viendo la tele, y fantaseaba con ideas suicidas. ¿Para qué estar en este mundo de mierda si me sentía tan sola y enferma? ¿Si ni siquiera era capaz de sostenerme? Con las pocas fuerzas que me quedaban le solicité asilo a mi familia en Cuautla, Morelos. Mis tíos aceptaron que me fuera con ellos para recuperarme y me enviaron el pasaje. Dejé la Ciudad de México el 25 de septiembre de 2015 y puse a mis gatos bajo el cuidado de amigos. Debía curarme las ganas de largarme de este mundo.


Espera la tercera y última parte de este llegador texto en una semana.

 

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