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El dilema revolucionario

Hay un gran elefante que más que ocupar la sala llena todo el quehacer humano. ¡Qué pena de tan noble animal no ser reconocido y, muchas veces, ser atado a un palo en la tierra! Veamos si podemos señalarle y soltarle la soga un poco. ¿Cuál es aquel animal?: La Revolución, y se le ha intentado esconder dado el inquietante dilema al que conlleva. Frente a frente: los tímidos se ven reflejados en su pasividad e inacción que se vuelve una complicidad vergonzosa; los inquietos van prestos a la acción, pero ignorando los principios sobajan lo que buscan defender. Aquellos que andan distraídos en la cotidianidad apenas perciben el murmullo que no cesa de denunciar la insignificancia del altar en el que se inmolan. Los que escuchan e ignoran la voz revolucionaria, cambian las aras de lo nimio por las de la comodidad, ahogándose en sus excesos. Aquellos que reconocen y atienden el llamado pero confunden su naturaleza, postrándose ante ideales políticos, fallan en sus mismos principios. Finalmente, los que entienden la trascendencia del llamado, pero equivocan el camino y se abandonan a sí mismos, terminan en la hipocresía y el rencor.



¿Cómo, entonces, ser fieles a la libertad, no sólo individual sino colectiva? Es imposible acallar el dilema revolucionario, pues nos es inherente. Es inútil intentarlo y vil ignorarlo. Debemos afrontarlo con la frente en alto. Pero ¿es la Revolución un tema tan absoluto? ¿Qué no es algo que sólo los radicales hacen? ¿Cosa propia de los poseídos y desposeídos? ¡No, pues no hay acto que no sea revolucionario por el simple hecho de ser! Todos implican la validación de sus sistemas de valores, sus cosmogonías. El mero acto de levantarse en las mañanas es revolucionario porque es una afrenta a la inactividad y la muerte; el trabajar para mantener una familia es postrarse ante el altar de la unión y la harmonía; incluso la pasividad resulta activa pues afirma su propio valor. Bien se podría decir que todo acto, hasta el más mínimo, es la demostración explícita de un valor, consciente o inconsciente. Si me levanto de mi silla y fumo un cigarro, avalo el placer sobre la comodidad más inmediata. Si tomo una estación de metrobús en protesta, estoy declarando la superioridad de mi protesta sobre la tranquilidad colectiva. Desde que nacemos cumplimos una paulatina condena tanto de vida y de muerte, y por lo tanto todos nuestros actos son una búsqueda de afirmación y conquista sobre la muerte. Todo acto no suicida se sabe que lleva a la muerte eventual, pero se afirma y conduce para conquistarla.



Ya que actúo incluso cuando no quiero, y ya que hacerlo es afirmar mis valores, debo ser responsable y coherente en mis actos. Si fumo es porque me hago responsable, y si protesto es porque soy coherente. Pero ¿qué sistema de valores es el de mayor coherencia y responsabilidad? ¿Son todos los valores iguales, y por lo tanto, todos los actos tiene el mismo valor? Es evidente que no: creamos líneas entre actos condenando unos y celebrando otros. El que impone su cobardía y egoísmo sobre el bienestar ajeno al asaltar a su semejante no puede ser comparado con aquel que sacrifica su vida en un servicio público.


Bansky

Si la Revolución se desempeña en términos meramente políticos o sociales sin llevar su búsqueda a lo transcendental, se queda en lo inmediato y por lo tanto se niega. ¿Por qué sacrificarse en aras de lo que no transciende si lo más convincente son el placer y bienestar inmediato? ¿Por qué buscar un bien colectivo cuando la corrupción da bienes tangibles y concretos? Si somos honestos, veremos que cuando buscamos afirmar una revolución política y social lo hacemos usando como base la búsqueda de un bien que las transciende. Toda revolución es búsqueda de cambio, es búsqueda de algún fin, y su vehículo es el sacrificio. Si el valor último estuviera en lo social, es decir, en el entorno, sin basarse en ideales trascendentales, nunca tomaría vuelo, porque es más fácil y cómodo lo inmediato. La revolución estaría compitiendo contra un imposible, ya que afirmaría que el bien último sería el bienestar, en cuyo caso el bienestar tangible se podría desarrollar de cualquier forma distinta a la revolución, empezando por la corrupción. En cambio, toda revolución política exige un sacrificio mayor a sus impulsores, para algunos les exige incluso la vida. Es evidente, entonces, que su ideal se erige sobre el individuo y su bienestar. En otras palabras, toma matices transcendentales e incluso de adoración. ¿Qué, entonces, puede ser objeto de una adoración lo suficiente digna como para que un individuo sacrifique su vida por completo a su causa?



Reconocemos una jerarquía de valores y vemos que la vida es una lucha constante entre diferentes ideas, valores, todos ellos buscando la supremacía. ¿Qué valor o sistema, entonces, es el propio, el supremo? ¿Qué causa o valor es tan digno que hemos de sacrificarle nuestro beneficio, comodidad y tiempo? Ese es el dilema del revolucionario, consciente ya de lo vital de su Revolución y consciente de que se está lidiando con ideales transcendentales. ¿Es de extrañar entonces que se afirme el amor como el ideal máximo? Cualquier otro palidece en su lugar. Todo bien que se afirme como tal sería una faceta de ese amor, ya sea la comodidad, el bienestar, la plenitud. ¿Qué no el amor desea el bien máximo de lo amado?


Bansky

El poder, el conocimiento, el placer se vuelven rancios sin una esencia amorosa. Son bienes que se vuelven contra sí y se vuelven un mal. Un poder sin amor se convierte en tiranía, el conocimiento sin armonía se transforma en una herramienta de dominación y el placer sin esencia se vuelve tortura y vaguedad. Incluso en sí mismas son buscadas por un anhelo de bien propio y son una manifestación de un amor individual. La Revolución exige la trascendencia del individuo (renunciar a uno mismo), el individuo al actuar afirma su insuficiencia. ¿Por qué no entonces hablar de la única Revolución que vale la pena? La del amor. Es la única forma de trascender al individuo sin aniquilarlo, y la de armonizar con toda búsqueda y movimiento vital. De lo contrario, toda Revolución que pretende llevarse a su máxima expresión es destruida por sus incoherencias fundamentales. A muchos no les gusta la palabra porque ha sido desvirtuada, choteada y abusada, pero a pesar de todo eso, persiste su fuerza, misma fuerza que provoca en algunos irrisión y rechazo dogmático. Pero el revolucionario debe ser valiente y sincero para no sufrir las desilusiones de los esfuerzos mal llevados y las revoluciones fallidas: valiente y sincero para ir en contra de sus dogmas y reconocer lo verdadero. ¿Podría alguien, sin bajar la mirada y con total sinceridad, atreverse a negar la supremacía del amor?




 

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