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III Madre Selva| Prosa

Por:Alma Guardado


Esto es el tercer y último capítulo del proyecto de libro: La niña que no tenía lugar o sobre cómo ser una isla, escrito por Alma Guardado. Para la primera parte clikea aquí.


La mujer que sueña con navíos


Soy una isla, un continente pequeño echado al mar en el principio de los tiempos. Una tierra desconocida que sólo puede mirarse y saberse a sí misma cuando sale de ella. Al igual que el hombre del cuento de Saramago, corro cada mañana hasta la puerta de los deseos para pedirle al rey un navío que me lleve lejos de cualquier orilla, lejos de esta tierra que dicen que soy, a ver si así me encuentro.



Vivo en el intento de dar cuenta de este espacio, trato, pero soy esta isla que tiene a un caleidoscopio por ancestro. En sueños, camino las playas dando pasos chiquitos. Mis dedos coleccionan cristales de arena fresca y caracoles llenos de sueños que se enredan en mi cabello. En los columpios que le cuelgan a la noche me balanceo quedito, cuando el aire se guarda en los huecos de los árboles, o fuerte cuando el norte azota en la costa y hace bailar a las palmeras. Otros días, cuando el sol pega fuerte, recorro al ras del piso cavernas habitadas por murciélagos que me cuentan historias de espantos al oído. Ahí, en ese espacio terrestre, que más parece estelar, he sido naufraga por años y he tomado por costumbre el hablar en voz alta conmigo.


Casi todo me aterra, pero mis pies tienen urgencia de caminarlo todo. Mientras duermo en mi cama, del otro lado del sueño, en este pedacito de tierra oceánica que soy, me sumerjo entre selvas rojas que dan a luz flores verdes y azules. A veces, tomo pedacitos de barro, lo mastico y su humedad me transforma en uno de esos helechos que se esconden bajo la sombra de árboles viejos. La brisa marina siembra, detrás de mis ojos, océanos que se vacían cada tanto y entonces, limpia, vuelvo a sentirlo todo y a saber que la isla es también una madre amorosa que me llena de regalos. Agradezco, agradezco mucho; pero vuelve la cabeza a nublarlo todo y entonces me pierdo los frutos que seres invisibles traen para el desayuno, me pierdo la danza aérea de la palma que me acerca un coco fresquito lleno de jugo.

Por Michal Sedliak

Ciega, así como estoy, no miro y sigo juntando conchas en la orilla, mojo mi dedo índice para beber agua de mar a probaditas. Al amanecer, mi cielo se llena de gaviotas, el viento ronronea canciones marinas que recuerdan la hermosura de la isla, pero yo sigo corriendo cada mañana a la puerta de los deseos para suplicar por un navío.




Enriqueta


-Mamá, ¿por qué me pusiste Enriqueta? Todos se burlan de mí.

-Porque así se llamaba tu abuela, porque es un nombre fuerte, no de niña bonita… Yo no quiero que seas bonita, yo quiero que seas guapa, que seas persona buena.

Meses antes de mi llegada se fue la abuela,

una mujer trabajadora, morena y dulce

pero apegada al alcohol desde la adolescencia.

Murió vomitando sangre, víctima del desamor y la violencia, sólo el alcohol traía a su vida calorcito.

Días antes de su muerte mi madre le había suplicado que dejara de beber:

-Para mamá, ¿no ves el daño que nos haces? Ella dijo mucho más y la conversación se transformó en pelea. La abuela se volvió hacia adentro y bebió fuego hasta reventarse el hígado…

La gente dijo que fue mi madre la culpable de la muerte de la abuela:

-Tú para qué le dices, para qué la haces enojar, que no viste que estaba mal. Tu mamá se murió por tu culpa, nomás por tu culpa.

Y entonces, supo mi madre en abril que me llamaría como la abuela.

No habría otra forma de llamarme, ni más porqués. El nombre de María llegó con la mujer que habían elegido para ser mi madrina. En el instante en el que, en el registro civil, preguntaron cómo se llamaría la niña, juntó las letras como quien recoge semillas del piso para lanzarlas sobre la mesa. Del por qué nadie supo decir, tampoco tuve relación con ella, pero me regaló un pedazo de arcilla para formarme un yo aparte de mi abuela.





Sólo salí a caminar


Cuando tenía cinco años decidí que estaba lista para emprender una importante travesía. Había acumulado ya mucha experiencia haciendo innumerables viajes a la tortillería y a la tienda. Había tenido que escabullirme muchas veces de "el loco" que perseguía a todos los niños de la cuadra y aunque se me cayeron un par de veces las tortillas, había aprendido a resistir la tortura de llevarlas hirviendo sobre mis manitas, meterlas en una bolsa estaba prohibido, los grandes decían que se hacían feas. Aprendí a enfrentar estoicamente los regaños por regresar con menos dinero, con menos cosas o con la bolsa llena de vidrios porque se habían roto los cascos, llorar también estaba prohibido.



Era ya la encargada de asistir al doctor que venía a curar el pie diabético de la bisabuela y de recibir a los hermanos que venían a hacer oración y cantar por ella. Era hábil alimentando a los pollos y ayudando a mi tía abuela cuando había que degollar gallinas. A la 1:45 de la tarde debía tener listo el taco de la señora que recogía cartón en los contenedores que estaban junto a las vías, a las seis pasaba el lechero a la carrera y así había que salir con el hervidor de peltre en mano para alcanzarlo. A las 4:00 pasaba el señor de las nieves, ¿limón o vainilla? Era la mejor hora del día. Con todo lo que había vivido y siendo yo bastante mayor para mi edad, decidí un día salir por la puerta que alguien había dejado abierta de par en par e ir a dar un paseo y explorar más allá de mis destinos habituales.

Olvidé decir que tenía permiso de ir al parque pero sólo con mis primos de quien a veces había que cuidarse más que de los perros y los robachicos. No estaba escapando de casa, estaba haciendo algo propio de personas de mi edad, salir a caminar. Atravesé la estación del ferrocarril, dos parques y llegué a una gran avenida, me quedé un rato contemplando cómo cambiaban las luces del semáforo, finalmente crucé, me detuve frente a los helados 33 y de pronto sentí un ardor en las piernas... era la tía abuela, llegó más pronto la vara que traía en la mano que ella, nunca me había pegado, pero ese día me regresó a casa dándome con la vara en las pantorrillas, que pa' que no se me olvidara lo que me iba a pasar si volvía a escaparme. No entendí nada, yo no me había escapado sólo estaba haciendo cosas propias de mi edad, salir a caminar.




La niña que no tenía lugar


Enterarme de que el papel de baño se coloca en el carrete con la tira hacia el frente fue toda una revelación. Descubrí, entonces, que había maneras, que había formas, que había estructuras, no sólo desde el modo de ser, sino también en el hacer y es que en mi casa todo era un desmadre; la cocina era una zona de guerra, la sala se juntaba con el dormitorio que a veces separaban islas de ropa y objetos que nunca encontraban dónde estar. En casa nada tenía lugar y yo tampoco, pero el mundo que plasmaba en mis cuadernos era exageradamente ordenado, exageradamente limpio, exageradamente armónico, exageradamente bello… Así hasta la neurosis, hasta sacarme del cuaderno, hasta negar la existencia de imágenes libres que se entreguen al juego. Exiliada mi voz de la pulcritud exacta del papel, fueron las letras en los volantes de negocios, en las servilletas manchadas de café, en el papel de baño que se extiende largo y de frente como mi vida.




Para sentirlo todo


Desde muy niña, María Enriqueta, adoptó la costumbre de andarse por ahí explorando para encontrar nuevos lugares, nuevos caminos, nuevas formas de hacer las cosas. Su máscara de mustia, de niña obediente, ocultaba bastante bien las ganas de hacerse un mundo a su manera. Y es que, aunque hacía todo lo que le mandaban sin remilgar, nunca lo hacía como se lo pedían. Seguir las formas resultaba de lo más aburrido, se propuso entonces como consigna evitar hacer las cosas de la misma manera y como dice Heráclito cuando habla del río, no recorrer nunca dos veces el mismo camino.



De este modo, encontraba, casi siempre, vías alternas excepto para ir a las tortillas, ahí sí no había modo, ya lo había intentado y el camino largo era muy largo y por el otro había que atravesar la ciudad perdida que estaba poblada de niños barrigones y sucios en calzoncitos, borrachos y drogadictos. Los niños barrigones le caían bien, algunos de ellos hasta eran sus amigos, pero los hombres que la miraban con los ojos perdidos le daban mucho miedo. Ni modo, había un solo camino, pero muchas formas de andarlo: un día iba saltando y regresaba de reversa, al día siguiente caminaba por debajo de la acera o se cruzaba la calle cada que llegaba a la cuenta de diez. Caminar como enana, como coja, como manca, con las tortillas en la cabeza, sin pisar las rayas… Caminar sola se convirtió en una de sus cosas favoritas. Más tarde pudo también recorrer la ciudad de noche y esperar la lluvia de verano para salir con sus pies medio desnudos, envueltos en guaraches de campesino a sentir la vida que se deja caer a torrentes y forma cauce en las avenidas. Le intrigaba mirar cómo la gente corría para esconderse y cómo los paraguas se transformaban en su bien más preciado, mientras que ella buscaba alejarse de los grandes techos para volverse río, para seguir sintiéndolo todo y coleccionar la memoria de la tierra que pisa, del asfalto, del pavimento, de la arena, la montaña, el desierto; de los amores vivos, nuevos o rotos, de la llovizna fresca, del aire que se anida detrás de sus ojos, de la vida y la muerte que se bebe a traguitos, poco a poco.



 


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