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Testimonio: La enfermedad de Graves o cómo encender un foco|Parte I

Por: Yolanda de la Torre



Yo fui irrompible hasta que me destruyó un diagnóstico. A principios de 2012 una endocrinóloga, del otro lado de un escritorio lleno de papeles, con las manos una sobre la otra y las gafas caídas sobre la punta de su nariz, me dijo Tienes la enfermedad de Graves. Me hundí en mi asiento. Posiblemente eso explicaba que la cara se me hubiera manchado, que extraños estados de agotamiento me tendieran en cama y que de pronto me atacaran cefaleas tan intensas que las peores migrañas de mi vida parecían molestias bobas: una especie de corriente eléctrica reptaba desde los hombros hasta la base del cuello para ascender a un hemisferio de mi cabeza, sometiéndolo a un dolor terrible, salvaje, galvánico, que me hacía desear decapitarme, y luego al hemisferio contrario, hasta que el dolor bajaba por mi rostro —la nariz, los ojos— para aterrizar frío, rígido, en los dientes.


MIGRAÑA por Celso Dourado

Ignoro por qué Graves se desató con semejante fiereza. El único recuerdo claro de esos días es la muerte de uno de mis gatos, el más amado y viejo, tras la remodelación de mi departamento: una mañana dormí a Bump en la veterinaria, desbaratada de tristeza, y esa misma noche, después de que me entregaron mi espacio recién pintado y en medio de un confuso episodio de ira porque los obreros que contraté dejaron abierta la ventana por la cual, en mi ausencia, se aventó mi gato; porque nadie lo ayudó hasta que lo hallé malherido bajo un auto; por sus largas horas de agonía y porque tenía un depa nuevo y un gato muerto, lancé todas mis cosas al Viaducto: allá fueron a dar discos compactos, floreros, la plancha, el celular, el vaso de la licuadora y su base metálica, un hermoso jarrón de talavera. Pudo matar a alguien, me dijo un policía al que mandaron los vecinos desde el otro lado del Viaducto cuando vieron que una loca estaba arrojando su casa por la ventana. Eso quería, estuve a punto de contestar, matar a alguien. Eso quería.



Poco después le conté a una amiga acerca de mis episodios de ira. Podía enfurecer por casi cualquier cosa que me produjera frustración: los sonidos del celular (rompí varios a golpes), el timbre del teléfono de casa, los maullidos de mis gatos. Para entonces también había comenzado a autolesionarme ―jamás lo hice antes de ese aciago inicio de 2012― con puñetazos frenéticos en la cabeza, el cuerpo y las piernas durante inenarrables trances de furia. Lloraba por todo. Me dolían las articulaciones de las manos. Me aterrorizaba contestar el teléfono y abrir correos electrónicos, como si de ellos fueran a salir espíritus malignos. Súbitas picazones se extendían por mi pecho. Un día destrocé todos mis muebles a patadas, le mandé una carta suicida a mis alumnos y tomé una dosis de clonazepam que me mantuvo aturdida por dos días. ¿Por qué no te sacas unos análisis de tiroides?, me propuso mi amiga. Yo te llevo con mi endocrinóloga. Un par de días más tarde mi amiga y yo nos hallábamos en el consultorio de la doctora.


Gammagrafía Tiroidea


Tienes la enfermedad de Graves, dijo la endocrinóloga. Eso te provoca más ansiedad y depresión, pues las hormonas suben al cerebro y cambian el curso del pensamiento. Es un padecimiento autoinmune: tu sistema inmune está atacando la tiroides, que es el regulador del cuerpo. Tu cuerpo funciona a un ritmo mayor que el normal y tu corazón experimenta súbitos cambios de velocidad y palpitaciones. Necesitas reposo. Te cambiaré el clonazepam por Tafil. Recomiendo Pharmaton Protect para el corazón, tiamazol y levotiroxina sódica para el manejo de la tiroides y prednisolona para la hinchazón bajo tus ojos. Vamos a revisarte mensualmente para ver qué sucede con cada cambio de dosis. Te prometo que estarás controlada en un año.

Me enderecé en mi asiento. ¡Un año! Sea, un año. Aunque aquello sonaba como un largo y sinuoso camino, le extendí la mano a la doctora y salí de ahí esperanzada. No sé por qué, pues me hallaba camino del infierno.




A partir de entonces me sumergí en una hibernación forzada: dejé mis trabajos como profesora de guion de cine y redacción, las correcciones de estilo, los proyectos escriturales. Puse de lado el ejercicio y las salidas (¡mucho alcohol!) con alumnos y amigos para sustituirlos con mis medicamentos más montones de hierba. El novio me dejó. Yo, salvo breves salidas médicas y las necesarias para alimentarme, veía el mundo únicamente desde la ventana. Comencé a marchitarme. No hablaba casi con nadie. Encerrada en casa, mi único vínculo con los demás fue la internet durante el inacabable año en que la endocrinóloga intentó controlar la enfermedad. Cada vez que ella cambiaba las dosis de tiamazol y levotiroxina sódica yo enloquecía más, deprimida, ansiosa, fúrica, todo al mismo tiempo, o me ponía enferma debido a las variaciones del sistema inmune y la tiroides.


Ilustración por Miles Johnston

A veces, hipotiroidea —con un funcionamiento bajo de la tiroides— me sobrevenían infecciones dentales, oculares, bronquiales, una tras otra, y temblaba todo el tiempo, bradicárdica, con el corazón al mínimo, muerta de frío aunque afuera hiciera un día tropical; en otras ocasiones, hipertiroidea de nuevo, temblaba ansiosa, alerta, en espera de peligros inexistentes, desgracias próximas, incapaz de leer o ver una película, entre taquicardias súbitas y nuevos ataques de ira que costaron la vida de varios trastes y me dejaban severos moretones.

Lo peor le ocurrió a mis ojos. La doctora me había recetado prednisolona durante un mes para paliar la hinchazón que abultaba mis ojeras. Tomé el medicamento con cuidado, sin rebasar el plazo. Antes del mes y de un día para el otro, la prednisolona explotó en mi cuerpo: de 54 kilos pasé a 66. ¡Horror!: una abultada papada colgaba de mi cuello y mis ojos, severamente inflamados por arriba y por abajo —con los conductos oculares llenos de grasa y agua— parecían los de Diego Rivera. A causa de ello, a mi ojo izquierdo le dio diplopia, una forma de estrabismo: en ciertos ángulos tenía visión doble. ¿Cuántos dedos ves? Dos. No, es uno. ¿Cómo iba a trabajar ahora el resto de mi vida?


Ilustración Miles Johnston

Tuve que botar mis adorados lentes de contacto y ponerme anteojos, los cuales detestaba. El rebote de la prednisolona desembocó así en una época terrible para mi autoestima. No quería verme en los espejos: era incapaz de reconocerme en ellos. Ese monstruo no era yo, esa cara deforme no era mía. Mi identidad se trastocó tanto que me quité el nombre: no deseaba ser ella, Yolanda, ese gordo y enfermizo esperpento. Odiaba a esa mujer. No quería nada conmigo. Me transformé en Tamara, Joanna, Nuri ―nombre que adopté junto con el primer nombre de mi padre, Emilio― y fui infeliz como cada una de ellas.

Al año y medio de calvario decidí que era suficiente y le supliqué a mi endocrinóloga que me remitiera al Instituto Nacional de Nutrición, donde me cambiaron las dosis de los medicamentos —llegué hipotiroidea— y me remitieron al área de Psiquiatría: una vez más, me encontraba en medio de un fuerte episodio depresivo; era como si hubiera caído sin control en un túnel sin fondo, de cuyos muros intentaba asirme infructuosamente.



Como ya había sido paciente del departamento de Neuropsiquiatría del Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía Manuel Velasco Suárez preferí tratarme ahí, pero no hubo medicamento que pudiera conmigo a pesar de me dieron un antidepresivo, me devolvieron al clonazepam y agregaron un antipsicótico como modulador del ánimo, más varias sesiones de terapia semanales a las que acudí puntualmente, hasta que me quedé sin ahorros. Entonces dejé de medicarme con la disciplina debida ―no tenía dinero para todos los medicamentos― y empecé a sumergirme cada vez más en ese terrorífico pozo de dolor que no tenía asideros.



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