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PEDICURE : Cuento erótico

Por: Estela Calápiz




La vibración sorda de la silla de masaje y la tibieza del agua reconfortan mis pies y al igual me sumergen en la memoria de ese tiempo en que estos me han proporcionado gratos momentos de placer. Lo que escribo es solo para mí. Sí, tengo unos hermosos pies y no me engaño.



Cierro los ojos. Te puedo ver ahora con tu sensual personalidad de soltero empedernido. Puedo disfrutar mentalmente esa fuerza sexual que tienen los centroamericanos, puedo ver las imágenes del rojo cereza de mis uñas que entran y salen de tus labios, que besan mis dedos y los saborean como cuando lames un helado despacito; texturas rojas subiendo, penetrando tu boca, enroscándose en tu cuello, bajando de tu cara a tu pecho, rozando tus pezones erguidos de excitación, recorriendo tu musculoso cuerpo hasta detenerse en tu miembro endurecido.



Uso mis pies como manos que te acarician y estimulan; que te atrapan, que abrazan tu espalda mientras tu lengua desciende ansiosa para disfrutar esos otros labios que se abren y te reciben soltando ligeras descargas eléctricas, hasta que llegas a mi clítoris que vibra y estalla ofreciéndote su dulce leche.



Abro los ojos. La joven vietnamita me pregunta en un inglés no mejor que el mío, si estoy cómoda. Asiento con la cabeza y vuelvo a cerrar los ojos, para seguir sumergida en el recuerdo. Tengo veinte años, estoy en Veracruz, he viajado hasta allí para reunirme con el Contador General del Ingenio azucarero, posición que ha logrado a su corta edad, debido a que es tenaz, inteligente y muy ambicioso, tanto de dinero como de mujeres; por ahora yo soy la única a la que le ha dado su apellido. Me recoge en el aeropuerto. Me lleva a conocer las instalaciones, ya en el auto me relajo y subo mis pies en el tablero, él maneja por el camino terroso, muy parecido al que conoce desde su infancia en esas tierras lacandonas; pero ahora está conmigo bordeando la zafra de caña en Potrero del Llano. Las llamas rojas y anaranjadas se diluyen en las alturas azules. No hablamos, estamos absortos, hipnotizados.




Como una respuesta instantánea de mi naturaleza, mis pies siempre se deslizan inquietos en el cristal, perturbándolo, atrayendo sus sentidos a mi piel ansiosa de ser tocada. Repentinamente estaciona el coche, dejo que sus manos morenas suban excitadas por mis piernas, que se acomodan para el amor, quedando atrancada en la palanca de velocidades. No me muevo, deseo que sus grandes ojos cafés me miren expuesta, atrapada en ese falo de metal y piel estorbando su asedio. Sonrío con picardía sin importarme lo incómodo de la postura, disfrutando su frustración. Pocos segundos después escucho el sonido de su portezuela cuando se abre y se cierra de golpe. Siento el calor del fuego entrar a mi espalda. Me pide excitado que me mueva. Él afuera, parado, y yo acostada en el asiento. Subo los pies a su rostro acariciándolo, los deslizo despacito hasta que él me lame las plantas y abre mis piernas. Se hinca. Yo deposito mis muslos en sus hombros, él mete su lengua entre mis pantaletas, me voltea, las rompe, se acomoda a mis espaldas y me penetra.



De nuevo una voz aguda me pregunta si ya decidí entre el color rosa pastel o el azul que está muy de moda ahora. Escojo el azul del color de mi ropa interior y me río, regreso a las imágenes del pasado: Ahora estoy en una cita furtiva con uno de los hombres más poderosos de la Ciudad de México, en un Sanborn’s de la carretera a Toluca, donde podemos pasar desapercibidos, me río de nuevo, y pienso que ese color hubiera sido una buena seña para que adivinara y me ganara la apuesta, entonces yo perdería y tendría que ser su esclava por esta vez. Nos gustaba jugar a esos juegos.



Él como siempre, llega antes. Se justifica. Dice que así alarga el tiempo y la excitación, de verme. Le gusta sentarse hasta el fondo del restaurante con esa presencia impecable de hombre maduro, poderoso, seguro de sí mismo, mirando hacia la puerta: le gusta observar, ver cómo la gente voltea a verme. Yo podría pasar por ser una mujer común y corriente, pero me distingo por el perfume discreto que dejo a mi paso; ese aroma a limpio, a gardenias o rosas. Desde niña descubrí la atracción de la pulcritud y la seducción que provoca el uso de cremas y perfumes en el cuerpo. Mi ropa sencilla, podría decirse elegante ¿por qué no?. La seguridad con que camino, la energía de amor y deseo y el brillo en la mirada realzan mi presencia. A partir de ese momento sé que llegaré sin darle un beso como acostumbraría con cualquier persona, sé que no lo tocaré. No rozaré para nada su esbelto y blanco cuerpo moldeado por su masajista y la natación, él no se moverá, sólo nuestras miradas vibrarán conectadas por el deseo. Me sentaré frente a él, cara a cara, sin hablar. Llegará la mesera con el café, lo tomaré saboreándolo con malicia, como si besara sus labios sin dejar de ver sus ojos negros enfebrecidos, incendiados, enamorados y, en ese momento sacaré el pie derecho de mi zapato y lo pondré entre sus piernas. (Pienso que si mis uñas tuvieran el azul que veo ahora, me diría: “hoy tu ropa interior es azul” y ganaría.) Él se había acostumbrado a mis locuras.



Me río de nuevo y me sumerjo más allá, en el pasado, en otra mañana igual a ésa, mientras tomábamos el café y jugábamos. Él trataba de adivinar: “Beige”. Yo contestaba: “No, negro”. “No, blanco”. “No, rojo”. “No… Y seguía preguntando hasta que finalmente yo metía la mano en mi cartera para entregarle la prenda con el color que faltaba antes de que el juego se pusiera aburrido. Él tomaba mi regalo, se lo llevaba oculto entre sus dedos a la cara, lo olía, lo besaba y lo guardaba en la bolsa de su saco. Gracias a ese maravilloso espacio en mi cuerpo, donde habita la sensualidad, sé lo que sigue en esos juegos de seducción. Saldremos tomados de la mano, me abrirá la puerta del auto, me sentaré, se agachará, me dará un beso en la boca, mordiéndome ligeramente los labios, saboreando mi paladar con su lengua. Palpará con la mano mi sexo humedecido. Manejará rumbo al hotel, donde reservará, como siempre, la misma habitación que escogimos desde la primera vez, y nos iremos felices escuchando música, sabiendo que quién pierde en el amor, gana.



La voz tipluda de la pedicurista me devuelve a la realidad de la silla. Dice algo; no respondo. Me pone crema en los pies, me da masaje con una piedra negra. ¡Es delicioso! y pienso que más delicioso va a ser mañana cuando te vea y acaricies mi cuerpo desnudo mientras me susurras “Vos sos la buena, mi hembra” mientras me llevas a la cama: sé que tocaré suavemente con estos pies, tu cuerpo varonil, que no pertenece a ninguna mujer, incluyéndome, sé que chuparás estas uñas azules, como tus ojos y que tus besos subirán poco a poco, suavemente, hasta provocarme el primer orgasmo, que suavizará la entrada de tu miembro, dando inicio a este nuevo encuentro.



La pedicurista da por terminado su trabajo al fin, para no rallar el esmalte azul me coloca con cuidado unas chancletas desechables. Salgo al estacionamiento, me subo al coche, manejo con cuidado hasta mi casa sabiendo que mi marido me espera con un Vodka Tonic y también sé que al llegar me quitará la cartera de las manos, me dirá: “¡oh! ¡my baby!", me zafará las sandalias, me besará los pies, me dirá que están fríos, no le contestaré nada, a veces hablar inglés me cansa. Me llevará a nuestro sillón frente a la televisión. Me sentaré junto a él, le contaré cómo fue mi día, brindaremos. Me pedirá que ponga mis pies en su regazo, me dará un masaje para calentarlos hasta que llegue nuestra perra a acomodarse en medio de los dos. Entonces le daré un beso en la frente, caminaré hasta mi cama, abriré mi libro y me quedaré dormida, esperando que mañana por fin pueda verte y ser para ti, ¡tu hembra! ¡La buena!; Para vivir esos momentos fugaces de amor y seducción que, sé muy bien, un día no muy lejano se irán.



 

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