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La enfermedad de Graves o cómo encender un foco (III Parte y última)

Por: Yolanda de la Torre


Esta es la tercera y última parte de este texto para ir a la primera parte da click aquí y para la segunda aquí.


Cuando llegué a Cuautla estaba hipotiroidea y deprimida más allá de lo endocrinológico. Me subía al techo del estudio de mi primo y, en medio de furiosos ataques de ira y dolor, gritaba desde las tripas intentando ocultar el ruido con mi ropa. Tardé casi dos semanas en salir de la casa, porque cualquier otro lugar me producía pánico. Los síntomas de mi ansiedad eran elevadísimos: a menudo me quedaba viendo el hermoso jardín de mis tíos y, aunque sabía dónde estaba, era incapaz de reconocerlo: desprendía una inquieta extrañeza que me perturbaba. También me acosaba la sensación de estar vacía, como si mi interior hubiera sido de vidrio y se encontrara a mis pies, reducido a añicos. Aún me molía a golpes la cabeza, los costados del cuerpo, los muslos.



Mi depresión empeoró al parejo. En diciembre fui por mis gatos a la Ciudad de México y, tras regalar todas mis cosas, regresé a Cuautla con lo indispensable para rentar un pequeño departamento con ayuda de mi padre y muy cerca de la casa de mis tíos. Casi no dormía. La soledad era algo casi físico y me sentía harta de luchar tanto. La idea era resistir, resistir siempre, y no había podido. Decepcionada de mí, tiré mi determinación. Ya habían pasado tres años desde el diagnóstico de Graves y mi situación era cada vez más precaria. Estaba cansada de esa enfermedad y de los efectos especiales que se agregaban a mis causales de incapacidad. Todo en conjunto me estaba matando.



La ideación suicida se fortaleció con los meses. Mi única preocupación durante los comienzos de 2016 era cómo quitarme la vida. Fumarme un porro, tomarme todo el clonazepam y beber una botella de vino barato. Fumarme un porro y meterme un montón de opiáceos no controlados. Fumarme un porro y abrir el gas. Lo único que me detenía eran mis gatos, que sí me necesitaban, y lo mucho que aquello podría lastimar a mis tíos, a mi primo y, sobre todo, a mi padre.



Un día me mandaron desde la Ciudad de México un espejo que se rompió en el camino (¡siete años más de mala suerte! ¡Como si los necesitara!). Lo dejé por ahí, envuelto en periódicos y cinta canela, hasta una tarde en que abrí el paquete y de él cayeron varios pedacitos de vidrio. Tomé uno y fui a sentarme frente a la barra de la cocina. Sostuve el vidrio entre mis dedos, casi amorosamente, mirándolo desde diferentes ángulos, y luego comencé a acariciar mi brazo izquierdo con él. Mátate, mátate, mátate, repetía mi cerebro. Aquí ya no sirves para nada. Mátate.

En abril de 2016 me interné voluntariamente en el pabellón suicida para mujeres del Instituto Nacional de Psiquiatría, conocido como Tratamiento IV.


Ilustración por Miles Johnston

No es que uno pida internarse y listo: se pasa por controles médicos estrictos que yo aprobé sin mayor trámite en el área Urgencias. Mi austera habitación ―una colchoneta azul sobre base metálica, un buró, un sillón y un camastro para los cuidadores― le habría gustado a Virginia Woolf. La regadera carecía de un tubo de conexión a la pared para que las pacientes no pudiéramos ahorcarnos. Por idéntica razón usábamos zapatos sin agujetas y teníamos prohibido emplear prendas con mangas o perneras muy largas. Y casi nadie nos iba a ver. Así supe lo que era el estigma de la enfermedad mental: exageras, no es cierto, échale ganas, lo tuyo es flojera, no quieres trabajar, la depresión es de ricos, si quisieras saldrías adelante.



En el Instituto me atendieron la enfermedad de Graves y me hicieron varios diagnósticos que en conjunto conformaban el tétrico cuadro de mi salud emocional: depresión persistente o crónica, trastornos de ansiedad y de pánico, episodio de depresión mayor, depresión grave y trastorno de estrés postraumático crónico como resultado de tantos años de lucha contra Graves en condiciones de sobrevivencia mínimas. Por otro lado, lo mejor del internamiento fue encontrarme con otras mujeres tan enfermas de la cabeza como yo: con ellas hallé empatía y solidaridad provenientes del más genuino conocimiento del dolor. Hasta hoy, varias de ellas son mis amigas y permanecemos juntas cuando se trata de inspirarnos vida y valentía.



Arte de Sophie Wilkins

También me practicaron un mapeo cerebral; según el estudio, un foco epiléptico se encendió en el lóbulo temporal izquierdo de mi cerebro, el área que procesa las emociones; ésa puede ser la razón de mis violentos ataques de ira, los bajones que una y otra vez me llevan a pozos emponzoñados por la soledad y el abandono, las ilusiones visuales y el vértigo que me ataca cuando estoy bajo estrés. Otra opinión, proveniente de un neuropsiquiatra, es que Graves me causó una lesión hormonal en el cerebro. Yo no lo sé de cierto. Sólo sé que tras un mes de brumoso internamiento ―de los primeros días no recuerdo casi nada―, bajo la medicación correcta y terapia diaria, pude agarrarme con todas mis uñas a un mundo que se desintegraba.

Había logrado resistir, después de todo.


Ilustración de Miles Johnston

Salir del hospital significó dejar la seguridad del internamiento y enfrentar de nuevo la dureza del mundo. Me sentía mejor, pero estaba lejos del equilibrio emocional. Aprender a atarme a la vida fue como aprender caminar de nuevo, y yo, recién desempacada de Psiquiatría, con trabajos gateaba. No tenía trabajo y el anticonvulsivo recetado en ese Instituto, supuestamente para controlar el foco epiléptico, no me hacía efecto: el vértigo era constante y continué autolesionándome durante más de un año, hasta que logré que me cambiaran el medicamento en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía. El nuevo anticonvulsivo, Valproato de Magnesio, funcionó un poco mejor. En Neurología también me cambiaron el Clonazepam por Quietiapina, un antipsicótico que se usa para equilibrar el ánimo y controlar la ansiedad, y probamos con varios antidepresivos que no me hicieron efecto ni siquiera en dosis altas. A pesar de todo, me sentía en mayor control de la depresión, que de grave pasó a crónica e intermitente de nuevo, como en los viejos tiempos.



En mayo de 2016, libre por primera vez de la enfermedad de Graves ―que remitió por fin cuando estaba hospitalizada, tras mantenerme cuatro años a rastras por el suelo del averno―, comencé a dar mis primeros e inseguros pasos: sentada en el escalón más bajo de mi existencia, debía reconstruirlo todo. Lucía demacradísima y pesaba apenas 47 kilos. Me había aislado para recuperarme y ahora ese aislamiento se había tornado en un estorbo: ¿dónde estaban mis antiguos trabajos, las oportunidades de antaño, los amigos que tanto extrañaba, la familia que ahora sentía tan lejos?



Decidí olvidarme de la lástima que sentía por mí y enfocarme en escribir y recuperar chambas. Con una lesión que me genera continuas crisis, los últimos tres años aprendí a ajustar la visión doble de mis ojos, que hoy casi lucen normales, y a lidiar con el vértigo y los lisérgicos efectos especiales que no sólo no se quedaron en mi existencia, sino que la embellecieron. Paso a paso comencé a comer mejor. Mi casa no es un ejemplo de orden y limpieza, pero tampoco es el cuchitril donde viví tres años.



He comenzado a obtener trabajos más sostenidos y mejor remunerados, lo cual ha sido de gran ayuda para recuperar mi identidad. Ya no me odio ni me miro en busca de fealdades; me apropié otra vez de mi nombre y de mi vida. Llegar a esto desde los inicios de Graves hasta hoy me tomó no uno, sino siete años que se sintieron como setenta.

Al igual que la lesión en mi cerebro, ansiedad, depresión y pánico son compañeros crónicos domesticados con medicación, pero aún les tengo miedo: no voy a olvidar nunca lo bajo que volé, el dolor triturante de la desesperanza, el tufo a muerte que llegué a despedir.



En las crisis procuro no golpearme ni romper platos, no siempre con éxito. Aunque tampoco bebo, si encuentro hierba me la fumo toda. Cuido a la única gata que me queda y sobrevivo con ella a la locura que, a pesar de la medicación, desata cíclicamente mi cerebro. No sé si vuelva a convertirme en la mujer chispeante y divertida que fui, pero estoy viva y, quizá por la oscuridad cotidiana en la que permanezco, los momentos de gozo que se me conceden son intensos, brillantes como piedras bañadas por el agua.

A veces salgo a caminar por el fraccionamiento donde vivo y sus alrededores. Durante estos periodos invernales, los campos de maíz que se asoman cerca de la mancha urbana se cubren de maleza moribunda que aplasta la palidez del sol: son hierba calcinada, herida por la intensa luz de Morelos. Sin embargo, aun en medio de esta desolación ardiente, conforme pasan los días, comienzan a asomarse pequeñas flores amarillas, fogosas, incendiarias, que poco a poco invaden los prados consumidos por enero, rebeldes, invencibles. Entonces quiero pensar que así, de modo idéntico, la alegría se filtra siempre, inevitablemente, por las graníticas rendijas del dolor, hasta explotar en una intensa primavera.

El truco es resistir. Resistir siempre.


 
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