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ESCENA DEL BRILLO EN LA NIEBLA Relato del Dr. Jesús Ramírez-Bermúdez



MIENTRAS AVANZA POR EL DESFILADERO, el doctor siente que viajar solo es más fácil. Quizá es un acto de fanfarronería: piensa que en algunas relaciones de pareja la simbiosis es asimétrica: una parte del binomio adopta el papel de víctima en busca de apoyo, la otra parte debe ejercer el trabajo de protector. Aunque los familiares y amigos ven a Tesi como una mujer con un gran carácter, una fiera salvaje ante los enemigos, en privado hay que atender todas sus quejas, sus malestares, su dolor existencial recurrente. A final de cuentas, Tesi le pide a Jesús que se haga responsable de sus dolencias íntimas y sociales, porque ella no puede o no quiere afrontar las responsabilidades. Por lo menos, esas son las divagaciones sentimentales del médico mientras asciende el dorso de la montaña.

Pintura de José María Velasco


Al abandonar el proyecto compartido, ella le dejó una decepción profunda: no le duele tanto que triunfe el lado vulnerable de su pareja, porque la situación de la clínica es alarmante y peligrosa, y es inadecuada para ella en todos los sentidos. Le duele más bien que ese lado débil reaccione con una ira injusta, como si él y nadie más fuera responsable de este duelo activo donde la ausencia y la presencia coexisten de manera confusa. Él cree que hubiera sido mejor hacer una pausa de común acuerdo, sin conflictos de pareja, como aliados. Podrían haber reconocido que la realidad de San Lucas era incompatible con su sueño romántico, para separarse en el plano físico, pero unirse emocionalmente. Con un poco de templanza, no sería difícil construir un programa común en el mediano plazo, y puntos de contacto en el presente. Pero ella no pierde la oportunidad de una disputa en la que debe jugarse la totalidad de las emociones. Por lo menos, eso cree Jesús. Pero reconoce que hay cierto alivio en la situación. Viajar con ella era como llevar en los brazos a una niña haciendo pataletas. Al ir solo, sólo debe encargarse de sí mismo. El traslado en camión es un fastidio, pero al menos no tiene el doble fastidio del camión y de las quejas de Tesi acerca del camión.


El doctor está infectado por la mitología del héroe. Siente mucha energía en el cuerpo y quiere saber de qué es capaz, hasta dónde puede desarrollarse. Le encanta caminar por las calles empedradas de T., hasta llegar al borde del poblado, donde sale el transporte hacia San Lucas. ¡Pero las camionetas aparecen cada mil años! Cuando Tesi estaba allí, se dedicaba a llorar porque estaban cansados, jodidos, porque el transporte era malo y no los llevaba un carruaje a una casa encantadora en la pradera. El médico está engolosinado con la búsqueda de hazañas; siente que la mochila en su espalda no pesa, que sus fabulosas botas de montañista pueden llevarlo a la ranchería sin esperar a la estúpida camioneta. En alguna ocasión llegó temprano a T., y decidió que subiría a pie hasta San Lucas. Después de todo, es difícil perderse en el camino. Era un pobre diablo, de acuerdo, un tipo sin ese vehículo robusto que lo haría sentirse poderoso frente a la mirada ajena, pero al dar grandes pasos en la terracería se sentía fuerte, se impregnaba de la vida fría del bosque, y podía detenerse a admirar el paisaje. Era adicto a la visión panorámica. Después de unas tres horas de camino, estaba en lo más alto del cerro y lograba ver las inmensas laderas y las casas dispersas, allá abajo. El gozo de la caminata era mayor porque surgía del trabajo corporal y le permitía olvidar la obligación terrible de atender enfermos en San Lucas. Al llegar a la clínica sentía una ligera angustia, porque terminaba el placer corporal y volvía a la realidad patológica.

Pintura de Luis Nishizawa

EL DÍA DE HOY LA CAMINATA NO ES EXTÁTICA. Una secuencia de equivocaciones menores (los pequeños disgustos maritales en la despedida, el retraso en la llegada a la terminal de autobuses, los contratiempos del traslado en la carretera) ha provocado un retraso mayor al final de viaje. Frente a la montaña, el doctor observa el cielo: hay manchas abismales en las nubes; en el rostro hay un viento frío que mueve las ramas del paisaje, y corta la epidermis. Quedan dos horas de luz, tal vez. No lo piensa dos veces: se mete al bosque. Siente desprecio por la opción de esperar al transporte. Podría tardar mucho o no presentarse hasta el día siguiente. Y si el transporte no llega, tendría que pasar la noche en un hotel de T. Ese sería un gasto innecesario, y además habría un cargo de conciencia por no llegar a tiempo a la clínica. Es lunes y debería estar allí desde la mañana, o al mediodía, por lo menos. A veces, el doctor llega a la clínica el lunes por la noche y encuentra un grupo de enfermos a la espera de su llegada. El costo de un taxi es impagable para él, en este momento. Por subir, cobran 700 pesos, ¡lo que el Estado le paga cada quince días por su labor como médico pasante! Si pospone la decisión de subir a pie, podría empezar la caminata al filo de la noche, con lluvia. ¡Mejor empezar ahora mismo! Pero la niebla se ha precipitado sobre el bosque. Es una lluvia fina, flotante, imperceptible para el oído. Y sin embargo, deja un rocío en la cara y la ropa. El médico saca de la mochila una chamarra, guantes, un gorro: lo protegen del frío, pero se siente lento, torpe. La ropa se adhiere a la piel: no se sabe dónde termina la lluvia y empieza el sudor del ascenso. En teoría, el otoño termina. ¡Es la lluvia la que está fuera de lugar, no soy yo!, piensa el doctor, para darse ánimos mediante bromas solitarias, megalomaníacas. Ya se encuentra en la zona alta del cerro, arriba de San José La Laguna… le falta quizá una hora para llegar a la clínica. Quisiera imaginar el descanso, un baño de agua caliente, pero es posible que al llegar no haya luz eléctrica por el mal clima. Si no hay luz, la bomba de agua no sirve, y el líquido no sube de la cisterna al tinaco en la azotea de la clínica. Esta posibilidad altera la fantasía del baño caliente. Y quizá una fila de pacientes lo espera en este momento.


Oscurece. La niebla es tan profunda que no deja pasar los rayos crepusculares. El doctor anda a tientas en la oscuridad blanquecina, pero algo llama su atención. A su derecha hay un brillo en la niebla, que se mueve hacia adelante, y se acerca… es un campesino que tiene los ojos entreabiertos, pero no lo mira de frente, y el brillo metálico viene de su machete.

--Buenas tardes –dice el médico, con voz clara y firme, para establecer un código civilizado. Pero el brillo del machete se mueve a gran velocidad entre la niebla. El campesino se desplaza, amenazante, no responde el saludo, y lo ataca con el arma metálica: lanza un golpe del machete que no corta la ropa o la piel porque el médico salta hacia la izquierda. ¿Por qué lo ataca ese hombre? ¿Por qué no habla? ¿Se encuentra totalmente ebrio, como tantos rancheros violentos de esta comunidad dispersa? Los pensamientos son pálidos y fugaces, porque el doctor está concentrado en una carrera hacia arriba y adelante, avanza a grandes zancadas con todas sus fuerzas; el campesino no podrá alcanzarlo si se encuentra borracho, no tendrá la agilidad suficiente para saltar entre las piedras del camino opaco. En pleno estado de alarma, y con una sensación de ahogo doloroso en el tórax, por la carrera no planeada, hay una tentación de mirar atrás, para saber si el campesino lo persigue aún. Pero el doctor sabe que esa tentación acabó con la esperanza de Orfeo al salir del inframundo, y con la vida de Lot en el relato bíblico de Sodoma y Gomorra. La supervivencia no depende de mirar atrás, sino de poner la mayor distancia posible entre sí mismo y el depredador absurdo. No escucha pisadas. La intuición le dice que está a salvo. Quizá el campesino ebrio lo atacó sin un motivo claro, y no tenía siquiera la intención de perseguirlo. ¿Sólo se dejaba llevar por un impulso ciego? Ahora el médico está en las inmediaciones de San Lucas, y se atreve a confirmar que nadie lo persigue. Camina, inquieto. Le duelen los músculos y el abdomen. Por lo menos hay luz eléctrica en el rancho. Un par de casas han prendido las luces junto a la iglesia. ¿Lo esperan algunos enfermos a la entrada de la clínica? La niebla le impide saberlo. En San Lucas no hay ley, no hay seguridad, no hay vigilancia. No hay policías y no hay justicia. No hay una figura protectora para denunciar este ataque absurdo. Y el doctor se mantiene fiel a las convicciones pacifistas… ni siquiera las cuestiona. No compraría un arma para defenderse. Sabe que no tendría la determinación para usarla. Sólo es una presa más, con el ego inflado por la medicina, con aspiraciones heroicas, pero a la hora de los machetazos, su única herramienta es el instinto de salir corriendo, y la esperanza de ser más rápido que el depredador.




 

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