AL CIELO EN AUTOMÓVIL (CADILLAC DORADO)
A seiscientos cincuenta kilómetros por hora, sobre una noche estrellada, Ric Ocasek acelera a fondo y dirige su auto con pericia, hacia la Luna llena, en lo alto de una carretera celestial. Esquivando las nubes azules, rumbo al final de la noche, se inyecta en la arteria principal, que lleva las estrellas a su destino. El 15 de septiembre, del difunto 2019, el que fuera líder de una de las bandas de rock ochenteras más exitosas, llamada simplemente The Cars, sucumbió finalmente al llamado de la Parka; pero considerándolo justo y necesario, tomó las llaves de su coche y lo arrancó, quemando llanta con un derrapón, para seguir a la muerte en su danza de la perpetuidad. Así partió, dejando este mundo para siempre, rodando sobre las cuatro ruedas de un Cadillac dorado, en su viaje al más allá.

Para aquellos ignorantes que desconozcan quienes fueron Ric y los Cars (pésimos estudiantes de esta escuelita del Rock para damnificados), me refiero al cantante, guitarrista y líder de la banda que cambio el sonido del rock, en la década de los ochentas, dentro de algo conocido como New Wave, o Synth pop, que incluiría a bandas como The Police, Los Ramones, B-52 o Men at Work.

El estilo de los Cars estaba elaborado con una mezcla de sangre nueva, rock de garaje, alegres guitarras de colores plásticos/artificiales, chicle de frutas, y los otrora novedosos sintetizadores. A esto le agregaban ritmos juguetones y pegajosos que les valieron muchos discos de platino, por las ventas de sus siete discos oficiales, entre los que destacan el primero, homónimo de 1978, el Candy-O (1979), Shake it up (1981) y el Heartbeat City (1984).
La banda la formaron él y su camarada Benjamín Orr, el bajista, ocasional cantante y galán del grupo, cuya voz se recuerda especialmente por una de sus rolas más fresas, “Drive” del Heartbeat City. A su favor, ese disco tenía un video locochón hecho en colaboración con ¡Andy Warhol!, para la canción “Hello Again”. Fue de lo último que hicieron como superestrellas, cuando sincronizados con el auge de Mtv, se volvieron demasiado populares, con videos como “Magic”, donde Ric caminaba sobre el agua, y el cómico “You might think”, donde se inmortalizó como el hombre mosca. Como solista, Ocasek también entregó una buena cantidad de álbumes a los que les imprimió el mismo sello, siendo el último el Nexterday (2005), en el que le dedicó la rola “Silver” a su amigo Orr, quien falleció de cáncer en el 2000.

Fue una excelente despedida que, como siempre, conservaba la eterna frescura de su banda, pues lleva la marca de la casa, la firma que los caracteriza ya como una antigüedad (o vintage), un modelo clásico. The Cars tiene una rúbrica que representa fielmente el espíritu de aquellos tiempos tan oscuros y comerciales, en los cuales se fraguó el auge y la caída del capitalismo al estilo vaquero de Wall Street, el mismo que ha llevado al mundo a esta ruina económica, en la que hoy malvivimos. Personalmente, detesto esta época tan asquerosamente superficial, y sin embargo, a pesar de provenir de ese infierno “yuppie”, y de abanderar esa década tan nefasta, Los Cars son una pandilla de rock excelente, que merece todo el respeto de los clásicos.
En su libro La nueva música clásica, de José Agustín, en cuyo título mi jefe se puso profético, la tesis de libro sostenía, allá por el 85 en que fue escrito, que la música conocida como rock, herencia del blues y el country, y ramificado en mil vertientes musicales, era el renacimiento de la expresión sonora total de la humanidad, pero moderna, de nuestros tiempos, y que pronto se volverían los clásicos del futuro. En este libro, mi padre revisita todos los géneros y grupos importantes que por aquellos tiempos eran lo más actual en la música. Tal es el caso de Los Autos, que hacen su aparición, y yo transcribo:
“Después de Clash, me pasaron enormemente los Cars, especialmente su segundo elepé, para mi uno de los mejores de los últimos tiempos. Ni el disco anterior ni los posteriores han podido igualar la consistencia del Candy-O, en donde se encuentra el estilín de los carricoches en todo su esplendor: piezas gentilonas, melodiosas y de una ternura que recuerda los Beatles, pero con un consistente sentido del ritmo, desde los rockcitos persistentes de “Let’s Go”, a los grosores y la profundidad de “Candy-O” y “Night Spots”. Las voces, como me ocurre con las de Pink Floyd, sólo me satisfacen como parte de la totalidad de la obra, pero no me llegan a gustar en lo particular, pero sin duda logran su cometido”…
En 2018, por fin ocurrió su honrosa incorporación en la Rock & Roll Hall of Fame. Y es que el Ric fue uno de los últimos grandes dinosaurios, que gracias a su rotundo éxito vio sus sueños hechos realidad y luego pedazos, varias veces, pues tuvo tres esposas, incluyendo una supermodelo, Paulina Porizkova, que apareció en el video de la rola “Drive”. Tuvo seis hijos, dos de cada matrimonio, y una prolífica carrera como productor, ensamblando el sonido para artistas como Iggy Pop, o bandas como Weezer, Bad Religion, Hole y No Doubt.

A mí me encantan los autos, igual que a todo el mundo, porque crecí con esta basura, y me refiero a las máquinas rodantes, pero volviendo a la música, adoro a los Cars pues era lo que mi padre andaba escuchando, en el ya lejanísimo 76, cuando yo nací. Comenzaba a tragarse la antiséptica moda del New wave, tan diferente a la rebeldía cruda de los punks, que le precedía, o de la era psicodélica, que él había descrito nítidamente en libros como El Rey se acerca a su templo, o Se está haciendo tarde, donde por cierto, ocurre una persecución automovilística de antología, entre los protagonistas jipis y una patrulla que los acosa en pleno viaje de ácido. Y es que mi padre realmente amaba los coches, eran una especie de reflejo de su vitalidad, un símbolo de su energía interna, cuando soñaba con su nave, según decía, citando a C.G. Jung, y esa simbiosis biomecánica se manifestaba en el placer por la velocidad, la intoxicación volátil que brota de la gasolina quemada, el vértigo y la adrenalina de las carreras de autos.

Así, mi Father también me heredó el vicio de pisar el acelerador con furia, cuando nos ataca la “ira de la carretera”, o Road Rage, el término de psicología gringa para una neurosis violenta, que se ejerce mediante la conducción agresiva de un automóvil. Sin embargo, el record de mi jefe está limpio, todos sus desfiguros mecánicos resultaron en un honroso saldo blanco, pero debo confesar que varias veces arriesgó la vida de toda la familia, por su forma temeraria de manejar, y yo vivía aterrado de subirme a un auto con él, pues era un conductor iracundo, intrépido y veloz, peleonero y francamente peligroso.

Además, presumía de tener un sexto sentido arácnido, o visión de Jedi máster, pues afirmaba que podía rebasar en las curvas de las carreteras más angostas, pues según él veía el futuro, y sabría si un tráiler venía en dirección contraria, y pudiera representar algún riesgo para la familia paralizada de pavor, aferrada como gatos monteses a los asientos, mientras mi padre hacia malabares con el volante para evitar la masacre de su esposa e hijos. Esta forma deliberadamente imprudente de manejar, con la intención de aterrorizar, quedó patente en cuentos como “Yautepec”, de su genial novela Cerca del Fuego, donde el protagonista, Lucio, se luce apanicando a su novia, la cual le advierte que baje la velocidad, y deje de pelear con ella mientras arriesga sus vidas, manejando como el diablo sobre ruedas.

Muchas veces me he soñado como el passenger de mi padre, quien va manejando el auto, cuando era joven y estaba completamente sano, aún era bastante fuerte y se sentía muy seguro de sí mismo, con una carrera sólida y brillante en la literatura y otras artes aledañas. En estos sueños, recorremos territorios misteriosos y caminos surrealistas, como aquel cuando, sin bajarnos nunca del auto, él nos llevaba hasta el mar y manejaba directo hacia las olas, logrando que el auto flotara y él lo continuara navegando como una lancha, mar adentro, hacia el horizonte, donde una ola gigantesca se erguía sólida como una montaña, paralizada en el tiempo, y dentro de ella, se podía apreciar al padre sol como sumergido, a la mitad de la ola, suspendido en un atardecer sin fin. Ese es un sueño de mi adolescencia, y tiene que ver con los viajes reales que hicimos, por interminables carreteras, a Acapulco principalmente.

En otra ocasión, me soñé como Pulgarcito, que él solía leerme de niño, y me ví como un hombrecito en miniatura, que viajaba de pie en el hombro de un gigante, su padre, oculto detrás de una oreja, mirando el camino asombrado, mientras aquel coloso manejaba un auto a toda velocidad, agarrando las curvas a más de 120 kilómetros luz x segundo, y de pronto, el aire generado por nuestra celeridad era tal, que me arrastraba fuera del auto, succionado por la ventana, pero me alcanzaba a agarrar del espejo retrovisor y me aferraba con todas mis fuerzas, mientras mi padre, descomunal, maniobraba su nave con exceso de velocidad y delirios de grandeza, completamente indiferente a su hijo en miniatura, que estaba a punto de ser arrastrado por los ríos de viento.

Por último, una de las últimas veces que lo soñé como mi conductor, o el capitán de nuestras aventuras, si bien iba manejando, lo hacía con la mente, pues tampoco era ya en un coche sino en una especie de alfombra voladora, pero era firme como una plataforma sólida; algún artilugio futurista, deduje, pues a lo lejos, en las riberas de la carretera celestial, se podían ver los anillos de una ciudad magnífica, en un paisaje de fantasía y ciencia ficción. Allí, montados en la alfombra mágica/voladora, maniobrada telepáticamente por mi padre, José Agustín, mientras ascendíamos a un ritmo constante, puedo ver el Cadillac de oro, piloteado por Ric Ocasek, quién voltea a verme por la ventana, y me hace una señal, como una despedida aérea, de aviador, mientras acelera y desaparece en la espiral ascendente, en la misma ruta que todos nosotros, hacia algún sendero desconocido, pero harto luminoso. Entonces despierto otra vez, en este mundo extraordinario.
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